Fernando Botella, CEO de Think&Action
“Los errores se pagan”, aseguraba lúgubremente un viejo dicho popular, metiendo el miedo en el cuerpo al más pintado cuando se encontraba ante la tesitura de tener que ejecutar alguna actividad compleja o tomar una decisión delicada. Eran los tiempos en los que no había nada peor que equivocarse, y en los que socialmente se entendía el error como la antesala del fracaso, como el mecanismo que convertía automáticamente a quien tenía torpeza de cometerlo en un “fracasado”. Un estigma indeleble que marcaba de por vida y terminaba con cualquier aspiración de autorrealización personal o profesional.
Con el correr de los años, sin embargo, nos hemos hecho más tolerantes al fallo y esa inflexibilidad espartana con el que se recibían las equivocaciones propias y (especialmente) ajenas, se ha ido suavizando a medida que la ciencia ha ido comprendiendo el enorme valor que tiene el error para el desarrollo de las personas. Los errores son fuente de aprendizaje, y esa utilidad que los pedagogos han logrado darle al error ha sido suficiente para que esta sociedad, tan dada a ponderar las cosas en función de su utilidad práctica, le levante el castigo al error, lo saque de los infiernos y pase de considerarlo como un pecado mortal a simplemente un mal necesario. En ese tránsito de “los errores se pagan” a “de los errores se aprende” hemos logrado otorgar a nuestras equivocaciones una nueva dimensión positiva, en la medida que nos pueden servir como valiosa guía de cara al futuro.
Otros dos dichos, “el que tiene boca se equivoca” y “el mejor escribiente echa un borrón” vienen a subrayar la condición democrática del error. Y es que nadie, del más torpe e inexperto al más consumado especialista, está libre de meter la pata en un momento dado. Obviamente, tendrá más posibilidades de cometer el desliz el neófito que el experimentado, el incapaz que el ducho; pero ninguno de ellos, ya sea el último de los becarios o el más prestigioso líder empresarial, quedará totalmente a salvo de su alargada sombra.
¿Cómo es eso posible? Lo explica una de las características consustanciales al error: su involuntariedad. El error sucede porque algo incontrolable lo provoca. Algo que se ha escapado al control de quién lo ha cometido. Esa persona no quería equivocarse, pero algo, un agente externo, una variable imprevista, un descuido, ha hecho que las cosas no hayan tenido el resultado esperado.
Así pues, no hay voluntad en el error, porque cuando la hay, es decir, cuando el factor externo se podía controlar: la variable imprevista, prever, o el descuido, neutralizar, entonces no hablamos de error sino de irresponsabilidad. Como también es irresponsable la repetición del error, incurrir una y otra vez en lo que sabemos por experiencia que es un camino incorrecto. Y la irresponsabilidad sí que es algo intolerable y motivo de sanción.
Dicho esto, los errores aportan, aunque no todos lo hacen en la misma medida. Hay equivocaciones que más vale no cometerlas porque no conducen a ninguna consecuencia positiva y no cabe aprendizaje en ellas. Errores cuyas consecuencias negativas exceden con mucho cualquier beneficio secundario que podamos extraer. Una mala decisión que provoca el cierre de la empresa y el despido de cientos de trabajadores puede servirnos de advertencia para nuestro siguiente proyecto empresarial, aunque el precio que pagamos por ello es tan alto que difícilmente nos compensará la lección. Conviene que los errores en los que se incurra sean subsanables, y ya que parece inevitable cometerlos, mejor que se cometan pronto.
Por último, el fracaso. El concepto de fracaso sigue asociado al error, pero, a mi modo de ver, el verdadero fracaso es no equivocarse nunca. Quedar paralizado por miedo al error y no actuar es el peor de los fracasos. No atreverse, no tomar riesgos.
SÓLO EL QUE NO HACE NADA NO SE EQUIVOCA NUNCA
Ya lo dice el refrán, “el que no arriesga, no gana”.